El Grupo Surrealista "Derrame", expresa sus mas sentidas condolencias por el reciente deceso del poeta, artista visual, investigador del surrealismo, alquimista, amigo y colaborador de la Revista "Derrame", Carlos M Luis, reproducimos a continuacion un texto de su autoria.
Naturaleza, Hermetismo, Mitos y Bestiario Surrealista
La participación de los animales en la cultura se remonta a tiempos inmemoriales.
En las pinturas rupestres, aparecen como parte de las actividades del hombre relacionadas con la búsqueda de su sustento, y simbolizando al mismo tiempo, la presencia de una fuerza superior.
En las cavernas de Lascaux un pájaro posado sobre una estaca nos lanza el enigma de su presencia. Contigua a ésta yace una figura con cabeza de ave y su sexo en erección, frente a un bisonte recién lanceado. El espectáculo fue interpretado por George Bataille en su libro Les Larmes d’eros, para desarrollar su idea acerca de la relación entre eros y tanatos. Pero
lo importante en lo que concierne a este trabajo es poner de relieve la temprana aparición del ave en las profundidades de una caverna, como figura central del pensamiento mágico y del inconsciente colectivo.
Desde Durkheim hasta Jung, ambos temas pasaron a formar parte de las incursiones de los surrealistas por los predios de la poesía. A partir de las pictografías que aparecen en las manifestaciones mágico/religiosas arcaicas, las aves comenzaron a simbolizar lo que los hindúes llamaron “los estados superiores del ser”3. En lo que respecta a su aporte a las artes, y en este caso al surrealismo, la aparición de las aves y otras bestias, en culturas como las oceánicas y precolombinas, adquirieron un relieve especial. En muchas de sus representaciones el ave se metamorfosea en un ser híbrido, al igual que ocurre en las pinturas de Max Ernst, Leonora Carrington, Chagall o Toyen. En las paredes de un santuario mesolítico en Mesopotamia aparecen buitres con cabezas humanas. Siglos más tarde, en pleno auge surrealista, Toyen pintó un águila con manos humanas (L’Heure Dangereuse (1942)). Hermes, como el dios Thoth, tenía la cabeza de Ibis. En los collages de Max Ernst aparecen personajes con cabeza de aves. Otro buen ejemplo de estas transformaciones de animales en figuras míticas, puede observarse en un cuadro de Gustave Moreau, pintor que ejerció profunda fascinación en los surrealistas, titulado Oedipe et le Sphinx (1864). La relación de este cuadro con la mitología y la simbología astrológica es bien conocida. Marc Chagall, cuya aficción por las aves se encuentra presente en muchos de sus cuadros, pintó uno titulado Le Jongleur (1943) donde su cabeza es sustituida por la de un gallo. La serie de Figuras Míticas que Leonora Carrington pintara en 1954 muestra esas mismas mutaciones entre animales fantásticos y seres humanos. Lo mismo podría decirse de la obra del joven pintor chileno Miguel Ángel Huerta, que ha logrado crear una especie de mestizaje entre la figura humana y animales míticos.
En
 los estadios más primitivos de la cultura el hombre sintió una 
participación mística con los animales, pues la creencia de que el 
hombre puede transformarse en animal y viceversa es de origen ancestral.
 Los chamanes se invistieron con apariencias zoomorfas para practicar 
sus rituales. Las máscaras se apoderaron mágicamente de sus poseedores, 
haciéndoles encarnar los poderes asignados a cada animal que 
representaban. El proceso de la pintura y la poesía surrealista está 
colmado de ejemplos en los cuales esas transformaciones tienen lugar. La
 presencia totémica del animal, atestigua por lo tanto, acerca de la 
mirada primigenia con la cual el ser humano le imprimió su simbolismo. 
“Los cientos de miles de años vividos en una especie de simbiosis 
mística con el mundo animal dejaron huellas indelebles” de acuerdo con 
Mircea Eliade (Historia de las Creencias y las Ideas Religiosas
 52). Esas huellas pueden encontrarse especialmente en el rico bestiario
 que los surrealistas han ido creando. El bestiario surrealista forma 
parte de su noción sobre lo sagrado aún viva en los pueblos primitivos. 
Un libro reciente de Claude Maillard-Chary, Le bestiaire des surréalistes,
 a pesar de su alambicada exposición, contiene un minucioso inventario 
del extenso bestiario surrealista surgido de los mitos y del hermetismo.
 Tanto en ese libro como el de Henri de la Croix-Haute, Du Bestiaire des Alchimistes, se demuestra la estrecha relación que siempre ha existido entre el mundo animal y las corrientes esotéricas. 
Dentro
 de la tradición occidental, los bestiarios aparecieron desde temprana 
fecha en el escenario europeo. Durante la Alta y la Baja Edad Media, la 
imaginación apocalíptica se manifestó en libros como Comentarios al Apocalípsis
 (año 970) del Beato de Liébana o el que se conserva en los Cloisters de
 New York, fechado a principios del siglo XIII. Ambos reproducen las 
apariciones escatológicas que San Juan viera en Patmos, con una 
diversidad de imágenes, cuya riqueza se reflejó en las obras de Max 
Ernst o Leonora Carrington. El cristianismo fue pródigo en adoptar la 
imaginería pre-cristiana a sus manifestaciones artísticas. Desde el 
“Himno al canto del gallo” de Aurelio Prudencio, ave consagrada a 
Minerva y a Mercurio, pero que el poeta transforma en figura de Cristo, 
hasta San Francisco de Asís, que conocía el lenguaje de los pájaros y se
 comunicaba con las bestias del campo, el cristianismo fue un campo 
dúctil a las influencias esotéricas. En libros como la Hyerogliphica de Horapollo, (atribuido a uno de los últimos magos egipcios del siglo IV), publicado en Florencia en 1505, y los Emblemas
 de Alciato (1522), dieron entrada a una iconografía ligada a esas 
tradiciones que mantuvieron su influencia a partir del Renacimiento. 
Basta con recurrir a cuadros como los del Hieronymus Bosch (Las Tentaciones de San Antonio (1510) o El Jardín de las Delicias
 (1503)), para sorprender en los mismos una fantasía animal y vegetal 
derivada de los místicos, astrólogos y alquimistas. Sabemos el influjo 
que esa pintura desempeñó en la sensibilidad surrealista. Cada animal 
pasó por lo tanto a poseer un simbolismo mágico que aún subsiste. La 
identificación en los deportes de un equipo con un animal, así lo 
atestigua. Muchas marcas de autos llevan nombres de animales, es decir, 
la antigua propensión de trasferirle a los animales un significado 
totémico perdura dentro de la sociedad contemporánea, aunque adulterada 
por su uso comercial. 
La corriente hermética
En
 la tradición hermética la presencia de los bestiarios se hace patente. 
La heráldica, cuya estrecha relación con el hermetismo alquímico es 
conocida, posee un amplio muestrario de toda suerte de animales: desde 
las aves, los peces o los cuadrúpedos, hasta otros de naturaleza 
fantástica como los grifos o los dragones. En lo que se refiere al 
surrealismo, la heráldica pasó a formar parte de la pintura de Kurt 
Seligmann (Les Vagabondages heraldiques (1934)). La 
incorporación dentro de las representaciones visuales y escritas de la 
alquimia de dragones, basiliscos, águilas, salamandras, unicornios, 
pelícanos, sapos, leones, caballos, etc., y la relación de estos con 
figuras de la mitología clásica, forman parte esencial del proceso del opus. Libros como Aurora Consurgen, Splendor Solis, Rosarium Philosophorum, De Lapide Philosophico o Viridarium Chymicum,
 muestran una imaginería que los surrealistas, a la postre, habrían de 
aprovechar. La distinción entre animales terrestres y volátiles, o 
pertenecientes a la luz y a la sombra, contribuyó también a brindarles 
un aura específica, que fue ocupando su sitio en las obras de pintores 
como Max Ernst, Leonora Carrington, Brauner, Lam, Chagall, Masson, Miró,
 Toyen o Jorge Camacho, así como en la poesía de Breton, Péret, Césaire,
 Eluard, Cabanel, entre otros.
Hablar
 pues del surrealismo, como ya ha sido dicho, obliga a hablar del 
hermetismo y de la alquimia en particular. No se trata de convertir a 
los surrealistas en unos practicantes de ese arte, aunque el caso de 
Jorge Camacho sea una excepción. Existen, sin embargo, dos componentes 
en la relación entre los alquimistas y los surrealistas que deben ser 
destacados. El primero obedece al pensamiento analógico, cuya naturaleza
 constituye un vaso comunicante entre el surrealismo, la alquimia y el 
pensamiento primitivo. La idea de la transmutación como motor que 
impulsa a la materia bruta a su sublimación, no es ajena a la que los 
primitivos sienten ante la naturaleza, y la que los surrealistas 
practican en su obra. Lo segundo, no menos importante que lo primero, 
responde a la exteriorización de ese pensamiento en 
imágenes o en palabras. Para los surrealistas no existe básicamente una 
diferencia entre un tótem de la Columbia Británica, el Pájaro de Hermes del “Ripley Scrowle” (siglo XVI), el bestiario de Leonora Carrington y los pájaros que perfuman los bosques de Paul Eluard o los animales de sueño irremplazable de
 Lezama Lima. Todos esos ejemplos contribuyen a confirmar la creencia 
surrealista –heredada de los adeptos – de la correspondencia universal 
entre lo animado y lo inanimado. Esa apropiación refleja el intento de 
los surrealistas de “convencernos que sus realizadores poseían un 
mensaje de importancia que deseaban hacer llegar, que estaban en 
posesión de un secreto . . . no repetiremos los suficiente que ese 
secreto es todo” (Breton, “Oceanía”, La llave de los campos
 195). El quid del asunto se encuentra, por consiguiente, en develar el 
contenido del secreto, tarea que puso a los surrealistas en el mismo 
rumbo que los alquimistas tomaron para su búsqueda del oro filosofal. 
En
 los textos herméticos y las ilustraciones que los acompañan, nos 
sorprende una variedad de animales-símbolos, cuya polisemia se encuentra
 relacionada con la representación del animal bajo sus diversas 
transfiguraciones, los colores de sus cuerpos o sus plumajes. La nigredo, por ejemplo, se encuentra en el cuervo o el sapo. El albedo
 en el cisne o en el águila blanca. El verde en el león verde y el rojo 
en el gallo o en el fénix. El cromatismo de la cola del pavo real 
contrasta con la negritud del cuervo o la blancura del cisne, creando 
pues diversos significados. Los alquimistas utilizaron esas gamas para 
fijar las etapas de su obra. El simbolismo de los colores, como los que 
se exhiben en el reino animal, creó en torno al lenguaje visual de los 
alquimistas un aura de secreto que sólo los adeptos podían descifrar. 
Breton, como lo dijera en su poema “Pleno Margen”, no era un adepto. 
Pero vale la pena recordar que ese poema fue dedicado a Pierre Mabille, 
cuyos lazos con el investigador de las ciencias ocultas, Pierre Piobb, 
lo introdujo en los arcanos del esoterismo. Entre Breton y Mabille 
siempre existió una relación estrecha, y éste le comunicó a Breton sus 
conocimientos, como más tarde lo harían los alquimistas Eugene Canseliet
 y René Alleau. Lo importante, pues, consiste en señalar que a partir de
 un contacto previo, contacto que como todos los que hiciera Breton 
contenía un sustento apasionado, el secreto continuó siendo el horizonte
 de sus búsquedas. 
Teniendo ese horizonte como mira, el libro Alchimie de Jacques Van Lennep4,
 nos ofrece la autoridad más definitiva acerca de nuestro tema. Con su 
profusión de imágenes y su profunda erudición, Van Lennep examina la 
presencia de los animales en la iconografía de los alquimistas. En tanto
 que poseen un interés especial para el surrealismo, un recorrido por 
sus páginas nos muestra la proliferación de una fauna destinada a ser 
descifrada herméticamente por los alquimistas y poéticamente por los 
surrealistas. En el fondo no existe contradicción: los primeros 
elaboraron unos seres que prefiguraron los que los surrealistas habrían 
de inventar. La teratología que ambos utilizan en algunos casos, 
demuestra que tanto la imaginación alquímica como la surrealista, están 
puestas al servicio de una quete, cuyo destino continúa siendo 
la revelación del secreto. En ese sentido, los grabadores suizos y 
alemanes del siglo XVI como Durero, Lucas Cranach, Martin Schongauer, o 
Urs de Graff dados a representar escenas de demonología, o llenas de 
connotaciones alquímicas, ejercieron gran influencia en obras como las 
de Kurt Seligmann (Sabbath Phantoms, Mythomania (1945), y quien además fuera autor de un importante libro: The History of Magic)), en Wifredo Lam (Belial, emperador de las moscas (1948)), en Víctor Brauner (Naissance de la matiere (1940)), en Matta (Science, conscience et patience du Vitreur (1944)), en Enrico Donati (Tentation d’Icare (1944)), en Max Ernst (La nature á l’aurore (1938)), en Wolfgang Paalen (Le combat des princes saturniens (1939)), Jacques Herold (Le Shamane (1957)), o en la serie La Danse de la Mort
 de Jorge Camacho (1976). Fue posible entonces encontrar en las 
pinturas, collages, “cadáveres exquisitos”, y otras técnicas creadas por
 los surrealistas, un sentido de continuidad con las iluminaciones, 
criptogramas, emblemas herméticos y con las pictografías rupestres. En 
la caverna llamada “Tres Fréres” se descubrió la figura de un hechicero 
llamada “El Gran mago”, que consiste en un ser con cabeza de ciervo 
provista de grandes cornamentas, rostro de búho, orejas de lobo y barba 
de antílope. Los brazos parecen zarpas de oso y la cola es de caballo. 
Si bien los alquimistas o los chamanes tenían una finalidad específica, 
no por ello dejaron de legarle al surrealismo la llave que abría las 
puertas del conocimiento. El uso de las imágenes, y entre éstas la 
morfología cambiante de los bestiarios, fue decisivo para que ambos, 
alquimistas y surrealistas, realizaran uno de los más abarcadores 
intentos conocidos para alcanzar el punto supremo. Octavio
 Paz pudo decir que el surrealismo “es una actitud del espíritu humano. 
Acaso la más antigua y constante, la más poderosa y secreta” (138).
Dentro
 del cuadro que someramente he mencionado, el surrealismo ocupa un doble
 sitio de sucesor e iniciador. Aunque las iglesias cristianas hicieron 
todo lo posible por erradicar lo que generalmente se llamó “el 
ocultismo”, lo cierto fue que contribuyeron a su pesar, a mantenerlo 
vigente. En uno de sus últimos escritos titulado “A Ce Prix”, dedicado a
 Jean-Claude Silbermann, Breton concluyó que “el precio que había que 
pagar por mantener en vivo una de las aspiraciones del hombre de inferir
 un designio sea inteligente, sea moral, en la naturaleza . . . responde
 a una necesidad orgánica . . . que exige no ser frenada sino 
estimulada” (Le Surrealisme et la Peinture 407-09), aún 
teniendo que admitir, a pesar de su ateísmo declarado, que la idea de un
 Dios ocupe un sitio en esa necesidad. Sin poner en duda la autenticidad
 de su ateísmo, al aceptar la corriente hermética, Breton se vinculó de 
paso con sus signos ascendentes, signos que apuntaban hacia un origen primordial, donde el hombre mantenía estrechas relaciones con el mundo animal. 
La naturaleza como escenario
Breton percibió en las artes y los mitos de la Oceanía “una reconciliación del hombre con la naturaleza y consigo mismo” (La llave de los campos
 195). En su homenaje a Archille Gorky Breton afirmó que “fue el único 
pintor surrealista que se mantiene en contacto directo con la 
naturaleza, colocándose ante ella para pintar con la finalidad de 
requerir sensaciones capaces de actuar como trampolines hacia la profundización de ciertos estados de ánimo” (Le Surrealisme et la Peinture 202). La
 versión surrealista de la naturaleza (donde imperan los animales), con 
sus constantes metamorfosis, proviene de la mirada romántica, que sintió
 en la misma una fuerza motriz a la vez filosófica y poética. Pero con 
anterioridad a la influencia romántica, tanto en la mentalidad medieval 
con su tendencia a la fabulación, como después en la renacentista, ya 
había aparecido la pasión incitada por las maravillas que llegaban de 
los distintos puntos del globo, acabados de imaginar en el caso de la 
Edad Media, o de descubrir con respecto al Renacimiento. En culturas de 
la época románica como la celta, los animales fabulosos ocuparon un 
sitio preferencial en sus iluminaciones. La enciclopedia compilada por 
Rhabanus Mauro en el año 844, incluía una sección: “De bestiis”, donde 
se discernían toda suerte de criaturas híbridas. De acuerdo con 
Francesco Mezzalira, de quien tomamos algunos datos, Federico II de 
Swabia (1194-1250), se dedicó a la observación del mundo animal y de las
 aves en particular, dejando una obra, De arte venandi cum avibus, que constituyó un texto esencial durante toda la Edad Media. Hugo de San Víctor escribió por su parte en el siglo XII De bestiis et aliis rebus donde las aves ocupaban un sitio preferencial. Lo mismo ocurrió en ese siglo con la obra de San Alberto el Magno De animalibus. Hacia fines del siglo XIV, circularon manuscritos profusamente ilustrados, de la obra de Plinio el Viejo, Naturalis historia,
 los cuales influyeron en los bestiarios renacentistas. El Renacimiento 
recogió el legado de una mirada proclive a descubrir en el mundo animal,
 una fuente de maravillas. Esto se reflejó en su arte bajo distintas 
formas: realista en algunos casos, hermética en otros. Pero con la 
entrada de los mundos allende a los mares, se incorporaron nuevos 
descubrimientos interpretados fantásticamente en su mayoría, que a la 
postre dieron lugar a los llamados “gabinetes de curiosidades” que 
proliferaron en el siglo XVI y XVII. La Historiae Animalum 
(1551-1558) de Konrad Gesner provee una visión monumental de la zoología
 fantástica de los finales del Renacimiento. Las aves del paraíso, los 
armadillos, los perezosos, panteras, camaleones, avestruces, dodos, 
etc., representaron los nuevos portentos de los cuales se nutrió la 
imaginación europea. La pintura de esa época se pobló de aves, 
mariposas, cuadrúpedos, peces, etc., que reflejaron una imaginación que 
anticipaba la surrealista. El hermetismo, como he señalado, entró a 
formar parte de esas interpretaciones de la naturaleza, como podemos 
observar en cuadros tan disímiles pintados por el Bosco o Giorgione. En 
el cuadro La Tempestad (1505) de este último, el mancebo que 
vemos hacia la izquierda (principio masculino que fecunda la tierra) 
impregna a la doncella que aparece amamantando a un niño, para engendrar
 la piedra filosofal. En el fondo el relámpago (principio ígneo) y el 
riachuelo (principio húmedo), representan las etapas de la sublimación 
de la  materia. La naturaleza por lo tanto, ofrece un marco donde más 
allá del deleite que produce su belleza, esconde otra interpretación:
La
 visión de una naturaleza orgánica viene del neoplatonismo, a través de 
Giordano Bruno, Boheme . . . la visión de la creatividad de la 
imaginación y de la poesía como profecía, posee un origen similar. Una 
concepción simbólica e incluso mítica de la poesía, es frecuente, por 
ejemplo, en el barroco con su arte emblemático, su visión de la 
naturaleza como jeroglífico que el hombre, y especialmente el poeta debe
 descifrar (René Wellek ctd. en De Paz 33). 
La idea surrealista de la naturaleza se encuentra identificada con ese punto de vista. El amor sublime que Breton canta en el L’Amour Fou y en Arcane 17,
 tiene como trasfondo la naturaleza salvaje de un volcán: el “Tiede”, y 
de un acantilado donde anidan las aves: “La  Rocher Percé”. Esos 
espacios se transfiguran en escenarios “sagrados”, donde se le canta al 
amor. Para el romanticismo y el surrealismo, esos espacios podrían 
representar el lugar de las hierofanías de los primitivos. Los 
románticos, tanto Chateaubriand con relación a la América, como Caspar 
David Friedrich frente a sus paisajes, se vieron poseídos por una 
especie de fulgor místico. En todos esos casos el repertorio de signos 
que la naturaleza ofrece, origina un lenguaje que se comunica 
secretamente con quienes la habitan, ya sean seres humanos o animales. 
Aunque el panteísmo romántico no pasó a formar parte del pensamiento 
surrealista, los sentimientos que estos (y en especial Breton) 
expresaron ante los fenómenos naturales, no dejan duda que bordearon esa
 tendencia. El espíritu de las bestias aparece entonces poéticamente 
relacionado a los distintos reinos de la naturaleza, como Péret recreara
 en su Historia Natural:
Todo
 es posible –nos dice el poeta en su sección dedicada al reino 
animal– extraeré la cebra del lavadero flotante ahumado, y el sapo del 
dedal florido, pero me hará falta operar bajo la luz de la luna a fin de
 aislar a la pulga. Reduciré a polvo las flores de la retórica y las 
mezclaré con el diagrama machacado para que se echen a volar todos los 
colibríes . . . .  La estrella de mar emitía ruidos gangosos . . . es 
por esto que tallé al hombre de una semilla de ciruelo. Era aún 
minúsculo pero confiaba en que el tiempo le permitiría crecer . . . . 
Apenas el hombre había comenzado a respirar, se irguió sobre sus piernas
 y gritó: “Y mi mujer, ¿dónde está?”. Tú debes encontrarla, le dije y, 
recogiendo miel que goteaba de un árbol, moldeó a su mujer. (49-61)
Lo
 que resalta en el primer fragmento es una recreación de formularios 
alquímicos pasados a través del filtro de los cuentos infantiles. El 
segundo es un remedo de los mitos de la creación que aparecen en los 
pueblos primitivos. En ambas instancias el método lúdico de Péret se 
vale de la naturaleza, dejando al descubierto la semejanza que existe 
entre la mentalidad que Lévy-Bruhl llamó “pre-lógica”, y la causalidad 
antilógica que se desprende de esa mentalidad, practicada por los 
surrealistas en oposición a la lógica utilitaria. En la antología de 
Péret sobre los mitos y fábulas americanos, abundan las muestras de cómo
 funciona esa mentalidad en la poesía, los cantos rituales, las leyendas
 o los cuentos. El prestigio que ha gozado entre los surrealistas el 
caudal de conocimiento de otras realidades que esas manifestaciones poseen, es fácil de trazar en sus mejores obras. 
En su Introducción a las religiones de Australia, Mircea Eliade cita, entre tantos otros, el mito de los hermanos Bagadjimbiri, según el cual
Los
 hermanos surgieron del suelo en forma de dingos, pero posteriormente se
 convirtieron en dos gigantes “humanos”, cuyas cabezas tocaban el cielo.
 Emergiendo de la tierra justo antes del crepúsculo del primer día. 
Cuando oyeron piar a un pequeño pájaro duru que siempre cantaba a esa 
misma hora, supieron que estaba por caer el sol. . . pero un buen día 
alguien lo mató con una lanza. La madre de los hermanos (Dilga), 
percibió a gran distancia el olor de los cadáveres . . . de sus pechos 
manó la leche, que corrió bajo tierra hacia el lugar donde yacían los 
dos hermanos muertos. El líquido comenzó entonces a fluir a borbotones, 
como un torrente, ahogando al asesino, y volviendo a la vida a los dos 
hermanos. Los Bagadjimbiri se transformaron con posterioridad en 
serpientes de agua, en tanto que sus espíritus se convirtieron en las 
nubes de Magallanes. (61-62)
Como
 podemos deducir de la lectura de este fragmento, el sentido de 
continuidad que existe entre los textos de Péret y el mito Bagadjimbiri,
 sustenta la cristalización de la mirada surrealista ante la naturaleza y
 los mitos que se anidan en ella. De ahí resulta una poesía (visual y 
verbal), que vinculó lo maravilloso con el contenido jeroglífico de 
ésta. Nadie mejor que Max Ernst, Masson, Tanguy o Wifredo Lam lo 
comprendieron así. Prosiguiendo por esa vía los surrealistas se 
adentraron en el mundo primitivo, con intenciones de arrancarle al mismo
 su caudal imaginario. En ese sentido, contribuyeron a despertar un 
interés hacia un mundo que aunque fuese del dominio de los etnólogos, 
mantuvo en vivo su atracción poética, como lo demostraron Wolfgang 
Paalen con la América, Michel Leiris con el Africa y Vincent Bounoure 
con la Oceanía. 
La corriente primitiva
Los
 surrealistas se aprovecharon del “ars combinatoria” que presentan las 
manifestaciones artísticas de los pueblos primitivos. El ser uno y otra 
cosa que uno mismo, que de acuerdo con Lévy-Bruhl era característico de 
las funciones míticas de las sociedades primitivas, pasó a formar parte 
de la confección del arte surrealista. Los animales que forman parte de 
la iconografía primitiva y surrealista se prestan a crear múltiples 
transformaciones. En los “cadáveres exquisitos”, muchos de ellos 
semejantes a tótems, o en el juego “el uno en el otro”, el procedimiento
 de acercar elementos que forman a posteriori una narrativa poética, 
poseen puntos de contacto con la mentalidad primitiva. La genealogía 
mítica que los tótems manifiestan, se transforma en maravillosa a los 
ojos de los surrealistas, a medida que un animal engendra a otro, para 
crear una especie de “cadáver exquisito”. En su ensayo titulado “Les 
Pouvoirs Perdus”, Micheline y Vincent Bounoure precisan que
De
 esa forma en las esculturas de Nueva Irlanda, una aceleración del 
sentido perceptivo permite que el ojo de un tiburón se incruste en su 
oído, apareciendo de inmediato alrededor de cada comisura la cabeza de 
un bacalao. La multiplicación del contenido se produce alrededor de un 
mismo signo y no de una despersonalización de las formas naturales. 
Resulta más bien un lujo de interpretación como si hubiesen sido 
imitadas en el estadio de la sensación, antes de que la percepción las 
hubiese especializado. Las mutaciones a que la fauna es sometida en el 
arte primitivo, responden por lo tanto a un lujo de interpretación. (27) 
En términos de libertad creadora pasa a formar parte del lenguaje surrealista. 
En ese ensayo, los autores mencionan el término homonymie para
 designar un mismo motivo susceptible de representar, a nivel de las 
correspondencias, dos objetos naturales, los cuales “abren en el 
interior de una obra plástica un campo inextinguible”. La poesía, al 
tomar posesión de los poderes que le imparten la cábala fonética o
 el lenguaje de los hermetistas, “probablemente es el único equivalente 
occidental del lenguaje malangan (de la Nueva Irlanda)” (27-38). 
Surrealismo, hermetismo y mitos primitivos, se dan de la mano para 
configurar un nuevo conocimiento donde “la exacerbación de la percepción
 conduzca a restituir la virginidad de las cosas al alba de la primera 
mirada” (17). Lo que Breton afirmó en los comienzos de su libro Le Surrealisme et la Peinture, “el ojo existe en estado salvaje”, obedece a ese mismo punto de vista.  
La Oceanía
El
 mundo primitivo, pues, encarnó para los surrealistas el signo 
ascendente más elevado. El águila blanca planeando sobre la Nueva 
Guinea, que Breton percibió en uno de los fragmentos de su “Pez Soluble”5 o “las plumas del pájaro maravilloso de colores variados que pasa en las Bodas Químicas de Simón Rosenkreuz” (“Oceanía”, La llave de los campos 195), que
 descubriera en la pintura de Wolfgang Paalen, son apariciones que 
asimilan la conjunción de tres concepciones afines: la hermética, la 
primitiva y la surrealista. Entre las primitivas, la oceánica y la 
americana ocupan un sitio privilegiado. Baste pues hojear las láminas de
 libros dedicados a las artes de diversas religiones primitivas, para 
observar que en todas las bestias aéreas, terrestres o acuáticas, 
aparecen los temas centrales de su mitología. La mirada surrealista se 
fijó en primera instancia y con especial delectación en la oceánica, 
siendo objeto de la exaltación poética de Breton y de las 
investigaciones de Vincent Bounoure. En su artículo titulado “Oceanía”, 
Breton precisa su inclinación favorable hacia el arte de esas regiones, 
alejándose de la africana, demasiado estructurada para su gusto. En ese 
sentido habría que hacer una excepción con respecto a la esculturas de 
Agustín Cárdenas (saludada por Breton) cuya obra inicial, sobre todos 
las realizadas en madera, corresponden a la sensibilidad africana. En 
otro texto –que sirvió como prefacio para el libro de Karen Kupka Un Art a L’Etat Brut– se
 expresa de la misma manera. En el primero de esos textos, Breton nos 
advierte acerca de la diferencia no sólo formal sino de contenido, que 
se opera entre un fetiche o máscara africana y otro de la Oceanía.  
Estos últimos, de acuerdo con Breton, “superan el dualismo de la 
percepción y la representación, para no detenerse en la corteza y 
alcanzar la savia” (Magia Cotidiana 207). Es decir, para rebasar ese dualismo que ha sido una de las preocupaciones constantes del pensamiento surrealista: 
El
 caminar surrealista desde un principio, es inseparable de la seducción,
 de la fascinación que ejerciera sobre nosotros . . . un arte donde . . .
 lo maravilloso, con todo cuanto supone de sorpresa, de fasto, de visión
 fulgurante de otra cosa diferente de cuanto podamos 
conocer, no ha conseguido nunca en el arte plástico los triunfos que 
alcanza con ciertos objetos oceánicos de alta clase . . . porque en 
definitiva como aclara en su segundo texto, lo que importa en el orden 
afectivo es que el contacto se establezca espontáneamente y que la corriente pase,
 apasionando al que la recibe hasta el punto de que ni las oscuridades 
mismas puedan ser ningún obstáculo . . . por mucho que se insista en 
esto, nunca será demasiado: solo la puerta emocional puede dar acceso a 
la vía regia, jamás nos llevarán a ella los solos caminos del 
conocimiento. (207-12)
Si
 me he detenido en citar largamente estos documentos, es porque plantean
 la posición surrealista a favor de lo que podemos llamar una hermenéutica apasionada de
 la realidad, que Breton ve con mirada romántica. Es bajo esa 
hermenéutica que los surrealistas, prosiguiendo las huellas dejadas por 
las culturas primitivas, elaboraron lo que Ferdinand Alquié llamó “su 
saber afectivo”. Era inevitable, por lo tanto, que la mirada de Breton 
se posara en la revelación mágica donde el águila blanca, como la piedra
 filosofal, planeaba sobre la Nueva Guinea. Su intensa experiencia poética que llevaba en sí misma la carga de una nostalgia, mencionada en su texto sobre Wifredo Lam (Le Surrealisme et la Peinture),
 hizo posible que águila, piedra filosofal y la Nueva Guinea, se uniesen
 en uno de sus poemas automáticos. De esas combinatorias surge la 
alquimia del surrealismo. 
La América
Si
 la Oceanía le proporcionó al surrealismo un abundante muestrario de 
animales, la América hizo otro tanto. Comenzando por lo tótems de la 
Columbia Británica, hasta llegar a los confines del Amazonas y los 
Andes, las culturas que poblaron esas regiones fueron prolíficas en la 
representación de un fabuloso bestiario. El arte de los nativos 
americanos se abrió como un extenso campo de riquezas visuales, donde la
 mirada surrealista fue descubriendo una iconografía idónea para sus 
propósitos. La geografía del continente, fabulada desde la época de los 
cronistas, con sus seres híbridos o pájaros de plumajes deslumbrantes, 
ejerció un atractivo para los surrealistas que perdura hasta nuestros 
días. Los plumajes de los indios del Amazonas, que sedujeran a Péret, 
proveen, por ejemplo, una muestra de la reciprocidad que existe entre 
los mitos y los artefactos que se utilizan para manifestarlos. La 
energía que emana de los colores de las plumas, reflejan las fuerzas 
mágicas que las aves poseen. Los chamanes Waiwai cambian sus adornos de 
plumas negras del guaco cuando el sol se niega a relucir, revistiéndose 
con plumajes multicolores para que vuelva a aparecer. Los tucanes, los 
macaos y otras aves, le proporcionan a los chamanes los “instrumentos” 
necesarios para realizar su proyecto mágico. En ciertos cuadros de Toyen
 la iridiscencia de colores que exhiben esas aves, quedan impregnadas en
 cuadros como Tous les elements (1950) o Il y a un Rossignol et une nuit (1960).
Los mitos y las leyendas de los pueblos americanos que Benjamin Péret recopilara en su Anthologie des mythes, legends et contes populaires d’Amerique6
 abundan en referencias a la participación de los animales en la 
confección de los mismos. Todos los pueblos americanos plasmaron sus 
creencias míticas en imágenes totémicas, en tejidos como los de las 
culturas peruanas, en los platos y vasijas de los Mayas, en las cestas 
de los Hopis o en los dibujos en la arena de los Navajos. La influencia 
que ese arte ejerciera sobre el surrealismo fue determinante y es fácil 
explicar por qué. A partir de su descubrimiento de la Oceanía, quedaba 
el otro polo: la América, para proporcionarles la segunda vertiente que 
habría de completar las muevas directrices de su pensamiento. Una 
América, habría que añadir, más explorada por los europeos que la 
Oceanía. En otras palabras, una América cuya flora y fauna habían hecho 
su entrada en la imaginación occidental con los viajeros de Indias, 
introduciéndose eventualmente en sus producciones artísticas como ya 
hemos subrayado. La corriente, pues, atravesó el Pacífico: 
un
 rayo de luz subsiste deslizándose desde la tapa de un sarcófago o una 
cerámica peruana, a una tablilla de la isla de Pascua, manteniendo la 
idea de que el espíritu que fue animando sucesivamente a tales 
civilizaciones, en alguna manera parece escapar al proceso de 
destrucción que va acumulando a nuestros pasos las ruinas materiales 
(Breton, “La lámpara en el reloj”, La llave de los campos 209).
El
 simbolismo animal le confiere al surrealismo una llave de paso para 
penetrar en el mundo de lo maravilloso. Refiriéndose a las obras del 
tintorero suizo Aloys Zotl que había pintado un bestiario fabuloso, 
Breton expresó lo siguiente: “sabemos qué enigmas esconden (los 
animales) en cada uno de nosotros y el rol primordial que juega en el 
simbolismo del subconsciente” (Le Surrealisme et la peinture 355). Una
 vez instalados en un mundo abierto al espacio de las posibilidades 
simbólicas, los surrealistas dejaron que su imaginación los poblase con 
sus ricos bestiarios. En ese proceso la presencia de las aves contiene 
toda la vieja tradición hermética, que a su vez los surrealistas 
recrearon poéticamente, como lo hicieran Max Ernst con su Loplop 
totémico, o Miró esquematizándolos en cuadros con títulos tan evocativos
 como Une goutte de rosée tombant de l’aile d’un oiseau reveille Rosalie endormie a l’ombre d’une toile d’airaignée
 (1939). Los pájaros de Max Ernst o los de Miró, son apariciones de una 
poesía que asimila la conjunción de tres concepciones afines: la 
hermética, la primitiva y la surrealista. 
Si
 revisamos los códices mejicanos como el “Nuttall”, el de “Dresden” o el
 “Borgia”, veremos en los mismos un desfile de aves de toda especie, 
serpientes emplumadas, coyotes, jaguares, etc., participando del 
complicado sistema ritual de sus creencias. Lo que además nos interesa 
ver en los mismos es la religación que existe entre un cuervo o una 
ballena de los tótems Haidas, las máscaras zoomorfas de los Kwakiutl, 
las panteras, mariposas y pájaros-truenos del suroeste de los Estados 
Unidos, los animales fabulosos de los tejidos Huicholes y las bestias 
híbridas que aparecen en las Paracas del Perú. Formando parte de esa 
gran manifestación, la pintura surrealista exhibe muchos de sus ejemplos
 más deslumbrantes. Víctor Brauner, Jorge Camacho, Max Ernst, Wifredo 
Lam, André Masson o Joan Miró, incorporaron la extensa fauna americana y
 oceánica a sus respectivas obras. 
Brauner
 reinterpreta en su fauna emblemática, y sin abandonar sus referencias 
al hermetismo y a la cábala, la imaginación mítica americana. En 
pinturas como Anagogie Animale (1945), Coq au Servie du Serpent (1945), Separation D’Irschou (1947), Prelude á une Civilisation
 (1954), se refleja el proceso de cambio que el surrealismo venía 
experimentado durante esa época. A pesar de que se mantuvo aislado en 
una remota región de Francia durante la guerra, Brauner tendió un puente
 entre una naturaleza imaginada desde la distancia (como lo hiciera el 
aduanero Rousseau), y su inclinación hacia el esoterismo. En la pintura 
de Brauner se conjugan numerosas corrientes que en un momento dado de su
 carrera, se unieron para brindar uno de los bestiarios más fascinantes 
del surrealismo. 
En su Ornitología apasionada
 el discípulo de Fourier, Alphonse Toussenel, describió a las aves como 
“los precursoras y las reveladoras de la armonía” (45). Bajo ese 
espíritu, la pasión de Jorge Camacho por las aves lo llevó a las selvas 
americanas (Las Guayanas) para fotografiar aves nocturnas, a paisajes 
cargados de presencias aborígenes (El Perú), y a interesarse por los 
mitos de los Hopis, cuyas Katchinas colecciona. En una serie de óleos 
sobre papel expuestos en 1993, relaciona la fauna americana con esos 
mitos: “Clan du Lapin”, “Clan du Coyote”, “Clan du Serpent”, “Clan de 
L’Oiseau Bleau”. Junto con el poeta Francois René Simon publicó Ornithology,
 en 1997, con fotos y dibujos de aves americanas. Durante toda su 
trayectoria, Jorge Camacho ha sido uno de los representantes del 
surrealismo que mejor ha revelado el secreto que esconde la naturaleza, y
 sobre todo el de las aves.
Max
 Ernst fue el gran catalizador. En su obra se incorpora un vasto 
bestiario (que arranca de la imaginación medieval y del siglo XVI), con 
paisajes, katchinas, y tótems americanos: Arizona Forest. Ese bricolage
 que animó a su poesía, se tradujo en una rica producción que empleó 
técnicas como el collage, el frottage, o la calcomanía para interrogar 
el otro lado de la realidad. Su capacidad para unificar las distintas 
manifestaciones herméticas y primitivas en su obra, lo llevó a pintar 
cuadros como La  Belle Jardiniere (1923), Nature at Dawn (1936), Monuments to the Birds (1927).
 La identificación de cuadros como estos con los petroglifos de la 
Oceanía o de la América ha sido documentada. Sus collages, sobre todo 
los publicados en su libro Une Semaine de Bonté (1934), o sus 
frottages manifiestan su gusto por los bestiarios. Max Ernst, como Matta
 o Jorge Camacho, fue un ávido coleccionista de Katchinas y a ellas les 
debe en parte el rumbo que tomó su pintura durante su larga estancia en 
el oeste de los Estados Unidos. En la obra de Max Ernst, la presencia de
 esas muñecas se hace sentir, así como el espíritu totémico de los 
Tlingit o Kwakiutl en algunas de sus esculturas (L’Esprit de la Bastille (1960)). 
Wifredo Lam penetra en la espesura de las selvas caribeñas, como lo hizo el poeta Aimée Césaire7,
 situando en ellas sus “Femmes-Cheval” u otras bestias provenientes de 
una simbiosis entre el África, la Oceanía y la demonología medieval y 
renacentista. En su espacio habitan pájaros, sirenas, o murciélagos 
evocando un mundo prehistórico y a ratos apocalíptico, como el que llevó
 a cabo en su serie de grabados: Apostroph’ Apocalypse, que 
realizara para el poeta Gherasim Luca. Su fauna representa uno de los 
altos momentos en que el surrealismo pudo conjugar lo primitivo con la 
tradición cultural europea. 
El bestiario de André Masson se encuentra identificado en gran medida, a su interés por los mitos griegos (Les Cheveaux de Diomede (1934), Oedipus (1939)), los cuales eventualmente incorporó al paisaje americano. De entrada, el mundo de Masson se pobló de insectos (Insectes dans l’herbe (1931)), mantis religiosas (Les magiciens (1936)) y peces (Combat de Poissons
 (1926)). Entre 1935 y 1936 aparece la figura del Minotauro, siendo él y
 George Bataille quienes lo sugirieron como título de la última gran 
revista surrealista de la  preguerra. El delirio vegetal que surgió tras
 su visita a la Martinica produjo una serie de dibujos donde los árboles
 se transformaban en animales o figuras humanas, de una manera cercana a
 como los vieron tantos pueblos primitivos. En los Estados Unidos su 
inclinación hacia los mitos continuó (Acteón devoré par les chiens
 (1943)), pintando entonces una serie de cuadros, donde su bestiario le 
añade al surrealismo una dimensión entre la mitología griega y la 
americana. Otros cuadros de esa época, Paysage en forme de poisson (1941), Meditation sur une feuille de chene (1942), o Serpent fascinant un oiseau (1943), recogen su afición por la naturaleza vista con el prisma surrealista.
Uno de los cuadros más famosos de Miró, El Carnaval del Arlequín
 (1924), posee evidentes puntos de contacto con las máscaras esquimales,
 como las de las islas Nunivak. En la exposición del Museo de Arte 
Moderno de New York “Primitivism in the 20th. Century Art”, ese cuadro 
apareció colgado junto a objetos indígenas de la Columbia Británica. Su 
analogía con el arte rupestre también ha sido notada. Esas afinidades 
forman parte intrínseca de su bestiario, el cual recorre sus obras desde
 sus primeros comienzos. La teratología polimórfica de Miró va más allá 
de la practicada por la Edad Media o el Renacimiento las cuales 
responden a las creencias cristianas. Sus monstruos surgidos de un 
impulso primigenio, atento a una voz telúrica, hizo que Breton lo 
anunciara como el más surrealista de todos ellos. 
Conclusiones
El mito de Melusina, figura central del Arcane 17
 de Breton, así como el de Fata Morgana, objeto de uno de sus mejores 
poemas, ilustran su tentativa de acudir a otras fuentes que develasen 
los arquetipos que se encuentran a la espera de ser descubiertos. Todos 
esos seres híbridos crean un poderoso campo de energía poética 
–magnética como ocurriera con el primer intento de poesía automática– 
que atrae a seres distantes entre sí, colocándolos en planos de 
sorprendentes encuentros. Esos nuevos planos son los collages y los 
“cadáveres exquisitos”, como ya hemos indicado. Desde los collages de 
Max Ernst hasta los de Ludwig Zeller y Aldo Alcota o los dibujos de 
Antonio Beneyto, Enrique de Santiago y César Olhagaray más cercanos a 
los “cadáveres exquisitos”, el bestiario surrealista transformó los 
elementos de la zoología natural en una zoología imaginaria. Baste un 
ejemplo entresacado del libro de Mircea Eliade ya mencionado, para 
percibir la relación entre esos dos procedimientos surrealistas y la 
iconografía de las antiguas culturas. Una figurilla encontrada en la 
primera civilización urbana de la India, representa a un dios con 
cuernos, patas y rabos de toro, es decir, un perfecto collage o “cadáver
 exquisito”. Podríamos también incluir el bestiario de los pintores del 
grupo CoBrA no ajenos al surrealismo, como los de Karel Appel, Constant,
 Corneille, o Asger John y los de la primera etapa de Gina Pellón. En el
 caso de Max Ernst, sus collages, sobre todos los de Une Semaine de Bonté, responden al simbolismo alquímico como lo ha demostrado M. E. Warlick en su excelente libro Max Ernst and Alchemy.
 El collage proporcionó una inagotable vía de exploraciones que aún 
continúa enriqueciendo la poética de los surrealistas. Los “cadáveres 
exquisitos” productos del espíritu lúdico que siempre los ha animado, 
producen una extensa variedad de híbridos que van surgiendo al azar: 
desde los “elefantes con cabezas de mujer” mencionados en los Campos Magnéticos,
 hasta la superposición de figuras que van formando extraños y a ratos 
grotescos animales, semejantes a los que aparecen en muchas culturas 
antiguas. En todos estos casos, el surrealismo ha incorporado una 
tradición iniciada en tiempos remotos a un lenguaje moderno. Como había 
expresado René Alleau:
Las
 técnicas tradicionales de la imagen simbólica, del lenguaje emblemático
 y alegórico, de signos sintemáticos, admirablemente conocidos y 
practicados por todos los artistas de la Edad Media y del Renacimiento, 
deberían incitarnos a provechosas investigaciones de métodos análogos 
adaptados a las nuevas condiciones de nuestra “civilización de la 
imagen”
Los
 surrealistas lograron adaptar, mediante diversos procedimientos creados
 por ellos, imágenes entresacadas del amplio repertorio de la cultura 
moderna al suyo propio asentado en lo maravilloso. Que las bestias 
ocupen un sitio preferencial dentro de ese repertorio, brinda la 
garantía de un sentido de sucesión con todos esos mundos, y otro de 
iniciación, que aún la poesía surrealista sigue enriqueciendo. 
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Césaire, Aimée. Cuaderno de un País Natal. Trad. Agustí Bartra, México: Ediciones Era,1969. Impreso.
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—. Introducción a las religiones de Australia. Trad. Inés Parral. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1975. Impreso.
Maillard-Chary, Claude. Le bestiaire des surréalistes. París: Presses de la Sorbonne Nouvelle, 1994. Impreso.
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Octavio Paz. Las Peras del Olmo. Barcelona: Seix Barral, 1971. Impreso.
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Toussenel, Alphonse. L’Esprit des Bêtes: le monde des oiseaux, ornithologie passionelle. New York: Elibron Classics, 2006. Impreso.
Van Lennep, Jacques. Alchimie. Catálogo. Bruselas: Crédit Communal de Belgique, 1984. Impreso.
Warlick, M. E. Max Ernst and Alchemy. Austin: University of Texas Press, 2001. Impreso.

  
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